Kowloon: un armonioso estado de anarquía, corrupto,
insalubre y muy aglomerado
La ciudad
fortaleza de Kowloon es una ciudad tan compacta que más que una ciudad se
parece a un gran lingote dorado lleno de oquedades y surcos.
Kowloon sirvió de fuerte y puesto de vigía contra los piratas de la región
que en el siglo XIX (dinastía Song)
amenazaban el comercio de sal. Enclavada dentro de la próspera Hong Kong, pasó a tener estatus de ciudad en 1842, cuando el gobierno
chino consideró que, a pesar de haber cedido Hong Kong a las autoridades
británicas, debía contar con cierta presencia en la región (algo así como lo
que representa Gibraltar en la actualidad).
En aquella época, Kowlon apenas tenía una población de 700 personas. Conquistada
por los japoneses en la Segunda Guerra Mundial, Kowloon fue demolida en gran
parte, y prácticamente la totalidad de la muralla del fuerte fue desmantelada
para construir con sus piedras el cercano aeropuerto de Kai Tak. Al terminar la
guerra, la ciudad se convirtió en refugio de las pandillas más peligrosas de la
isla y también de las mafias, las tríadas. Kowloon, entonces, empezó a operar bajo sus propias leyes callejeras, al margen del resto
del mundo, como una especie de Amazonas de cemento y cristal en la que incluso
el Lee Marvin de Doce del patíbulo o el sargento
Hartman de La chaqueta metálica tendrían serias
dificultades para poner un poco de orden.
Ni siquiera la policía
de Hong Kong se atrevía a entrar en la ciudad, lo cual es sumamente
significativo: la ciudad más o menos iba hacia adelante sin autoridad, sin ley
escrita. Un ejemplo de esta “autogestión” lo encontramos en cómo la gente
limpiaba la ciudad:los habitantes de los pisos superiores
barrían hacía el piso de abajo, el del piso de abajo hacía lo mismo y así
sucesivamente. El resultado era que los pisos inferiores tenían una gran cantidad de
polvo, además de abundancia de ratas y cucarachas. No es de extrañar, pues, que
sus habitantes se refirieran a la vida en Kowloon como un “armonioso estado de
anarquía”, donde campaban a sus anchas los fumaderos de opio, los traficantes
de cocaína, los casinos, los puestos de comida donde se servía carne de perro y
las fábricas secretas donde se falsificaban toda clase de productos.
Pero también donde la mayoría de gente vivía siguiendo normas tácitas de
convivencia.
Un dato muy curioso es que en Kowloon ejercían
muchísimos dentistas, cuyos precios asequibles (debido a que operaban sin licencia) atraían a
clientela que incluso vivía fuera de la ciudad. Aunque yo no me fiaría de un
dentista que trabaja en unas condiciones higiénicas propias de un prostíbulo de
carretera.
Así era Kowloon. Un micromundo insalubre y
corrupto dentro de una ciudad próspera como Hong Kong. Un limbo pseudolegal.
Un lugar de perdición y pecado que recuerda vagamente a la Sin City del cómic de Frank Miller. Posiblemente el
único lugar del mundo donde se puede comprar cola de dragón o cuerno de
unicornio como sustituto de las medicinas de farmacia.
A mediados de los años 1970, Kowloon
empezó a crecer desproporcionadamente. Pero no podía hacerlo a lo ancho si
pretendía respetar el territorio original, el cual se extendía en un espacio de
apenas 100 por 200 metros de área. Así pues, creció hacia
arriba (aunque nunca más de 14 pisos, para no entorpecer el tráfico aéreo de la
vecina Hong Kong, cuyos aviones suelen pasar rozando las azoteas de los
edificios: allí, el Reglamento de Circulación Aérea permite que los
aviones pasen a una altura inferior de 100 metros del punto más elevado situado
en un radio de 600 metros, cuando en España, por ejemplo, ese límite se
establece en unos 300 metros).
De este modo, fue
comiéndose poco a poco el espacio de las calles y las plazas, que fueron
empequeñeciéndose cada vez más. La ciudad, superpoblada y atestada de edificios
y de cosas en general, era una masa indescifrable de
construcciones, estrechísimas calles, pasillos y puentes. Las calles más
anchas apenas tenían 1 metro de anchura. Literalmente, toda la ciudad pasó a
ser un único edificio. Y esto también explica que unos edificios tan precarios
se mantuvieran en pie: se apoyaban unos sobre otros, nuevos edificios se
construían en las azoteas de los antiguos, todo se levantaba un poco al azar.
Con 50.000 habitantes, pues, Kowloon tenía una densidad de población
claustrofóbica: 1,9 millones de habitantes por
kilómetro cuadrado. Nueva York tiene 91 personas por hectárea; Kowloon tenía 13.000 personas
por hectárea. La gente que circulaba por la calle, entonces, debía parecer de
lejos una melé de Rugby.
De esta manera, proporcionalmente, Kowloon era diminuta si tenemos en
cuenta todo lo que albergaba. Como si una gran ciudad de repente se hubiera comprimido al ser aplastada por sus cuatro costados con
gigantescas planchas de acero. Y seguramente sus habitantes la
consideraban así, pequeña, apretada, asfixiante, masificada… protectora como la
concha de una tortuga. Un lugar donde pasaban tantas cosas diferentes
simultáneamente que bastaba dar un paseo por sus calles repletas de estímulos
para solucionar cualquier problema de déficit de atención.
El único espacio
físico que quedaba a salvo de esta planificación urbanística un tanto turulata
fue aquel en el que estaba enclavado el templo de Tin Hau, construido en 1951,
en el centro de la ciudad. Pero la altura de los edificios que lo rodeaban fue
tal que el templo siempre permanecía en las sombras y hasta se protegió su estructura
con una rejilla para impedir que la basura y los fragmentos de toda clase de
cosas cayeran sobre él.
Vivir en un piso de Kowloon debía ser una experiencia multiplicada por mil
en comparación a la que describe Juan Manuel
de Prada en su artículo Paraíso acústico, en el que refería su
vida cotidiana en una comunidad de vecinos:
A través de las paredes de mi casa, diseñadas por un fabricante frustrado
de papel de fumar, me llega el rumor de las abluciones de mis vecinos, el
estruendo de sus desalojos intestinales, el eco confuso y exasperado de sus
discusiones conyugales, también el escándalo de sus trifulcas venéreas. Me he
convertido en una especie de oreja hipertrofiada que recolecta los ruidos y los
clasifica con paciencia de herbolario.
Por si no fuera suficiente semejante caos arquitectónico, marañas inextricables de cables y tuberías cruzaban como telarañas
todas las calles y ocultaban todavía más los pocos resquicios que se
mantenían libres y que permitían contemplar un fragmento de cielo. Esto era así
a causa de una norma que se estableció sobre la instalación eléctrica: debía
estar al descubierto a fin de poder abordarla en caso de incendio.
No en vano, Kowloon era conocida como “la ciudad de la oscuridad”: la poca
luz de la que disfrutaban sus calles procedía exclusivamente de enfermizos
fluorescentes. Por lo tanto, no era buena idea poner una planta de exterior en
cualquiera de las calles de Kowloon, porque en pocos días moriría.
Es ciertamente irónica la existencia de este caos urbanístico justo a una
ciudad como Hong Kong, ciudad armónica por excelencia, que incluso fue construida siguiendo las leyes del Feng Shui, que valora los
recorridos del chi, las direcciones cardinales o la geomancia; más todavía: los
edificios más emblemáticos de Hong Kong se asientan en lo que llaman Vena del
Dragón, que procura no impedir el paso de los dragones hacia el agua.
Para decepción de los turistas ávidos de aventuras, China y el Reino Unido
firmaron un acuerdo en 1987 que ponía fin a la grotesca existencia de Kowloon.
Tras un proceso de varios años e interminables negociaciones con muchos de los
habitantes que se negaban a abandonar sus casas, la ciudad fue
evacuada y demolida entre 1991 y 1992. La ciudad miniaturizada desapareció
del mapa y su lugar fue ocupado por un inmenso parque de estilo tradicional
chino, el Kowloon Walled City Park, provisto de
jardines, fuentes y lagos inspirados en el arte de la dinastía Qing. Su única
construcción, ahora, es una pagoda.
Antes de que la ciudad fuera demolida, sin embargo, se aprovechó el
escenario para rodar algunas películas, como Bloodsport, protagonizada por Jean-Claude Van Damme o Crime Story, de Jackie Chan, en la que incluso aparecían escenas de explosiones
reales. Dos periodistas, Ian Lambot y Greg Girard, tomaron en esos días
multitud de instantáneas recopiladas en su libro City of
Darkness: Kowloon Walled City. Un grupo de japoneses estuvo más de
una semana recorriendo todos los rincones de la ciudad para confeccionar un
mapa detallado del lugar. En la novela El mito de
Bourne, de Robert Ludlum, el agente secreto
Jason Bourne también protagoniza una espectacular persecución por las angostas
calles de Kowloon (aunque por razones obvias, la adaptación cinematográfica
rodada muchos años después ya no fue posible ambientarla en Kowloon). El
paisaje de Kowloon también inspiró a videojuegos como Shenmue II.
Y la ciudad del pecado y la oscuridad quedó atrás, como una pesadilla.
Visto en Xataka ciencia
Y la ciudad del pecado y la oscuridad quedó atrás, como una pesadilla.
Visto en Xataka ciencia
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